Bolsonaro deja un país diezmado, que regresó al mapa del hambre de la ONU, que mostró que el 28,9% de la población del país de 213 millones de habitantes padece “inseguridad alimentaria moderada o severa”, con ciudades donde contrastan las carpas montadas por familias sin techo, que remiten a imágenes de los campos de refugiados, con las viviendas de la clase alta.

Esos sectores privilegiados fueron en gran parte los que adhirieron al discurso de odio y alentaron el cese de las políticas públicas implementadas por Michel Temer tras la caída de Dilma Rousseff, en 2016.

Ese proceso fue profundizado por Bolsonaro y su ministro de Economía, el ultraliberal Paulo Guedes, admirador del dictador chileno Augusto Pinochet.

Populismo de derecha

La victoria de Lula da Silva cobra relevancia dado que durante la campaña Bolsonaro liberó 7.000 millones de dólares para distribuir entre la población más pobre, así como camioneros y taxistas, y de que gran parte del electorado lulista clásico adhiriera al mandatario saliente y a sus alianzas con el evangelismo neopentecostal, una fortaleza de la ultraderecha.

El líder del Partido de los Trabajadores (PT) logró conformar para la segunda vuelta un frente amplio con sectores de la derecha no bolsonarista, con el cual deberá convivir los próximos cuatro años, en un equilibrio dificultoso con un Congreso más corrido a la derecha y que tiene sed negociadora para acceder a parte de la agenda del Poder Ejecutivo.

Este año significó a su vez la exhibición de las garras del extremismo de derecha, calificado en muchos casos de terrorismo, desconociendo el resultado de las elecciones, cortando rutas y poblando el frente de los cuarteles para pedir un golpe militar que elimine a la Corte Suprema, anule las elecciones y mantenga a Bolsonaro en el poder.

En ningún momento Bolsonaro pidió a sus seguidores deponer la actitud, al contrario, apenas habló una vez después de las elecciones para justificar la ira de esos movimientos y se recluyó durante 40 días en el Palacio de la Alvorada con su círculo más íntimo, que filtraba que estaba triste incluso con la actitud de varios de sus aliados, que comenzaron a negociar con Lula en el Congreso.

Este movimiento –que puede ser considerado como una semilla imitadora del efecto Capitolio de los seguidores de Donald Trump en Estados Unidos– puede traerle problemas judiciales graves a Bolsonaro, que ya no tendrá fueros.

Enemigo

Su posible verdugo es nada menos que Alexandre de Morães, el juez del Supremo Tribunal Federal que desde 2021 lo investiga a él y a sus seguidores –muchos de los cuales están con tobillera electrónica– por diseminar noticias falsas y usar las redes sociales y resortes del Estado para trabajar contra las instituciones.

Morães es también el juez de la corte electoral que descartó las denuncias de fraude contra las urnas electrónicas hechas por el Partido Liberal de Bolsonaro, la primera fuerza del Congreso. Por esto, Morães, designado en la corte por Temer, es el principal enemigo de los bolsonaristas que acudieron a manifestarse en las puertas de los cuarteles.

Amenaza

Los arsenales adquiridos legalmente por muchos bolsonaristas -empresarios medianos y grandes, vinculados a la logística y al agronegocio- gracias a la flexibilización de las leyes sobre armas de fuego, son un capítulo con el cual deberá convivir el gobierno de Lula da Silva.

Tres electores de Lula fueron asesinados por bolsonaristas durante este período, a la vez que se multiplicaron los ataques y homicidios de líderes sociales, ambientales y sindicales.

“Legado perverso”, fue la calificación que usó el exsindicalista y extornero mecánico, que estuvo 580 días preso y fue condenado por corrupción ilegalmente por parte de la Operación Lava Jato, que lo proscribió en 2018, sobre el estado en el que recibirá Brasil.

El bolsonarismo, como dijo Lula, va a sobrevivir a Bolsonaro, aunque ahora en la oposición se ha subido el mercado financiero, que está batallando a través de las páginas de los principales diarios para lanzar nombres para el gabinete.